[Título-cita extraída da realidade. Gracias a Ch. polos folgos para cambiar de etapa, e a o mini(e ao grande)Ch. polo inmenso empurrón vital cada día.]
¡¡¡Sola no puedes, con amigas sí.!!!
¡¡¡Nos tocan a una, nos tocan a todas!!!
¡¡¡No tenemos miedo!!!
(Berros nas manis)
Se
volvió y se dirigió a la Puerta del Gran Enigma.
Urgl
vio su figura erguida, con el manto ondulante, desaparecer entre las rocas.
Corrió tras él y gritó:
-¡Mucha
suerte, Atreyu!
Pero no
supo si él la había oído. Mientras volvía a su pequeña caverna, con sus andares
de pato, refunfuñó para sí:
-La va
a necesitar... Realmente, va a necesitar mucha suerte.
Atreyu
se había acercado hasta unos cincuenta pasos de la puerta de roca. Era mucho
más enorme de lo que se había imaginado desde lejos. Detrás estaba la llanura
totalmente yerma, que no ofrecía a la vista ningún apoyo, de forma que la
mirada se precipitaba como en el vacío. Delante de la puerta y entre las dos
pilastras, Atreyu vio innumerables calaveras y esqueletos. Restos de los más
diversos habitantes de Fantasia que habían intentado atravesar la puerta y se
habían quedado petrificados para siempre por la mirada de las esfinges.
Pero no
fue eso lo que hizo que Atreyu se inmovilizara. Lo que lo detuvo fue el aspecto
de las esfinges.
Atreyu
había vivido mucho en su Gran Búsqueda, y había visto cosas magníficas y
espantosas, pero hasta aquel momento no había sabido que ambas clases de cosas
pueden unirse, que la belleza puede ser horrible.
La luz
de la luna bañaba a aquellos dos seres colosales que, mientras Atreyu se
dirigía lentamente hacia ellos, parecieron crecer hasta el infinito. Le parecía
como si sus cabezas llegaran hasta la luna, y la expresión con que se miraban
mutuamente parecía cambiar con cada paso que él daba. A través de sus altos
cuerpos y, sobre todo, a través de sus rostros de rasgos humanos, corrían y
palpitaban corrientes de una fuerza terrible y desconocida como si las esfinges
no estuvieran simplemente allí, como está el mármol, sino que, a cada momento,
estuvieran a punto de desaparecer y, al mismo tiempo, se crearan de nuevo a sí
mismas. Y era como si, precisamente por eso, fueran mucho más reales que
cualquier roca. Atreyu tuvo miedo.
No era
tanto miedo al peligro que lo amenazaba; era un miedo que procedía de sí mismo.
Apenas pensaba en que -en el caso de que lo alcanzase la mirada de las
esfinges- se quedaría para siempre hechizado y paralizado. No, era el miedo a
lo incomprensible, a lo desmesuradamente grandioso, a la realidad de lo
prepotente lo que hacía sus piernas cada vez más pesadas, hasta que le pareció
tenerlas de plomo frío y gris.
Sin
embargo, siguió adelante. No miró más hacia arriba. Mantuvo la cabeza baja y
anduvo muy lentamente, paso a paso, hacia la puerta de roca. Y el peso del
miedo que quería clavarlo al suelo fue cada vez más poderoso. Sin embargo,
Atreyu siguió adelante. No sabía si las esfinges tenían los ojos cerrados o no.
No podía perder tiempo. Tenía que arriesgarse a que le permitieran la entrada o
aquel fuera el fin de su Gran Búsqueda.
Y
precisamente en el instante en que creía que toda su fuerza de voluntad no
bastaría para impulsarlo a dar otro paso más, oyó el eco de ese paso en el
interior de la puerta de roca. Y al mismo tiempo todo su miedo lo abandonó, tan
total y absolutamente que se dio cuenta de que, a partir de entonces, nunca más
tendría miedo, pasase lo que pasase.
Levantó
la cabeza y vio que tenía la Puerta del Gran Enigma a sus espaldas. Las
esfinges lo habían dejado pasar. Delante de él, a una distancia de unos veinte
pasos, estaba ahora, donde antes sólo se había visto la llanura vacía y sin
fin, la Puerta del Espejo Mágico. Era grande y redonda como una segunda media
luna (porque la verdadera seguía estando alta en el cielo) y brillaba como
plata pulida. Resultaba difícil creer que pudiera pasarse precisamente a través
de aquella superficie de metal, pero Atreyu no titubeó un segundo. Contaba con
que, como había descrito Énguivuck, se le aparecería en el espejo alguna imagen
espantosa de sí mismo, pero aquello -al haber dejado atrás todo miedo- le
parecía sin importancia.
No
obstante, en lugar de una imagen aterradora vio algo con lo que no había
contado en absoluto y que tampoco pudo comprender. Vio a un muchacho gordo de
pálido rostro -aproximadamente de la misma edad que él- que, con laspiernas
cruzadas, se sentaba en un lecho de colchonetas y leía un libro. Estaba
envuelto en unas mantas grises y desgarradas. Los ojos del muchacho eran
grandes y parecían muy tristes. Detrás de él se divisaban algunos animales
inmóviles a la luz del crepúsculo -un águila, una lechuza y un zorro- y un poco
más lejos relucía algo que parecía un esqueleto blanco. No podía saberse con
exactitud.
Bastián
tuvo un sobresalto al comprender lo que acababa de leer. ¡Era él! La
descripción coincidía en todos los detalles. El libro empezó a temblarle en las
manos. ¡Decididamente, la cosa estaba yendo demasiado lejos! No era posible que
en un libro impreso pudiera decirse algo que sólo se refería a aquel momento y
a él. Cualquier otro leería lo mismo al llegar a ese lugar del libro. No podía
ser más que una casualidad increíble. Aunque, sin duda, era una casualidad
extrañísima.
-Bastián
-se dijo a sí mismo en voz alta-, estás como una cabra. ¡Haz el favor de
dominarte!
Había
intentado hablar en el tono más firme posible, pero su voz temblaba un poco,
porque no estaba totalmente convencido de que fuera sólo casualidad.
«Imagínate»,
pensó, «lo que ocurriría si en Fantasia supieran realmente algo de ti. Sería
fabuloso.»
Pero
no se atrevió a decirlo en voz alta.
Sólo
una pequeña sonrisa de asombro se dibujó en los labios de Atreyu al entrar en
la imagen del espejo... Estaba un poco asombrado de que le resultara tan fácil
lo que a otros les había parecido insuperable. Sin embargo, mientras entraba
sintió un extraño y cosquilleante estremecimiento. Y no sospechó lo que en
realidad le había ocurrido.
En
efecto, cuando estuvo al otro lado de la Puerta del Espejo Mágico, había
perdido todo recuerdo de sí mismo, de su vida anterior, de sus objetivos y sus
intenciones. No sabía ya nada de la Gran Búsqueda que lo había llevado hasta
allí y ni siquiera recordaba su propio nombre. Era como un niño recién nacido.
Delante
de él, a una distancia de unos pasos, vio la Puerta sin Llave, pero Atreyu no
se acordaba de ese nombre ni de que había tenido la intención de atravesarla
para llegar al Oráculo del Sur. No sabía en absoluto lo que quería o tenía que
hacer, ni por qué estaba allí. Se sentía ligero y muy alegre, y se reía sin motivo,
de simple contento.
La
puerta que vio ante sí era pequeña y baja como un portillo, y se alzaba aislada
-sin muros que la rodeasen- sobre la superficie yerma. Y la hoja de aquella
puerta estaba
cerrada.
Atreyu
la contempló durante un buen rato. Parecía estar hecha de un material que
brillaba como el cobre. Era bonita, pero Atreyu perdió el interés al cabo de un
tiempo. Rodeó la puerta y la contempló por detrás, pero su aspecto no se
diferenciaba del que tenía por delante. Tampoco tenía picaporte, ni pomo, ni
agujero de cerradura. Evidentemente, la puerta no estaba hecha para ser
abierta, ni tenía sentido hacerio, ya que no conducía a ninguna parte y se
limitaba a estar allí. Porque detrás de la puerta sólo estaba la llanura
extensa, pelada y totalmente vacía.
Atreyu
tuvo ganas de irse. Se volvió, fue hacia la redonda Puerta del Espejo Mágico y
contempló su parte trasera durante algún tiempo, sin comprender lo que
significaba. Decidió marcharse.
-¡No,
no! ¡No te marches! -dijo Bastián en voz alta-. Vuelve, Atreyu. ¡Tienes que
atravesar la Puerta sin Llave!
Sin
embargo, luego se volvió otra vez hacia la Puerta sin Llave. Quería mirar otra
vez aquel resplandor cobrizo. De manera que se situó ante la puerta, se inclinó
a izquierda y derecha y disfrutó. Acarició suavemente el extraño material.
Parecía caliente y hasta vivo al tacto. Y la puerta se abrió parcialmente.
Atreyu
metió la cabeza y vio algo que antes, al rodear la puerta, no había visto al
otro lado. Sacó la cabeza y miró al otro lado de la puerta: sólo la llanura
desnuda. Miró otra vez por la abertura y vio un largo corredor, formado por
innumerables columnas poderosas. Y detrás había escalones y otras columnas y
terrazas, y más escaleras y todo un bosque de columnas. Sin embargo, ninguna de
aquellas columnas soportaba nada. Porque encima podía verse el cielo nocturno.
Atreyu
atravesó la puerta y miró a su alrededor extrañado. Detrás de él, la puerta se
cerró.
Michael ENDE, La historia interminable, Alfaguara, 1988.
Ningún comentario:
Publicar un comentario