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luns, 7 de outubro de 2013

Deixarei que salves este mundo

Bonie Parker

Si el capital funciona como un gestor de la ficción, deberíamos reflexionar, a través del comentario de distintas narraciones, sobre las posibilidades de hacer una lectura emancipatoria de la red de esas narrativas dominantes en las que viajan y se construyen nuestros imaginarios personales y colectivos.
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Con anterioridad a la jubilación y cuando veía que el final de mi trabajo como director literario dentro del grupo Random House estaba próximo, pensé en algún momento en la posibilidad de crear un sello digital propio centrado en la poesía que es un género que siempre me ha atraído de manera especial pero en que, por desgracia, casi nunca había podido abordar en mi trayectoria como editor, salvo en el caso muy excepcional del libro Mercado Común, excelente y profético desde mi punto de vista, de Mercedes Cebrián. Me apetecía, por decirlo así, poner el capital simbólico del que pudiera disponer al servicio de una iniciativa de edición digital haciéndola identificable con un rostro y un criterio literario. Porque pienso que es necesario que la edición digital deje de ser una especie de saco revuelto y sin apenas identidad y me gustaba la idea de trabajar en esa nueva dirección.
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Antes incluso de que concurran vendedores y compradores, los productores de necesidades han hecho su trabajo, pues son ellos los que en gran parte determinan las carencias con que nos allegamos “libremente” a ese mercado. En el negocio editorial, como en tantos otros desde la aparición de las llamadas sociedades de consumo de masas, se han intensificado las características de la economía de oferta propia de aquellas actividades que, más que dedicarse a la satisfacción de necesidades reales, tienen como objetivo crear la necesidad de aquellas mercancías que están produciendo y van a ofertar a través del marketing, la publicidad o la promoción de determinados valores, deseos y sensibilidades. Se trata por tanto de ofrecer e impulsar el consumo de aquellas mercancías –libros, lecturas– que las propias editoriales de manera directa o indirecta presentan como necesarias para satisfacer la domesticada demanda, bien del conjunto mayoritario de la sociedad a través del lanzamiento de productos editoriales de amplio espectro, bien de grupos de consumo más minoritarios a través de productos más restringidos, “cultos”, “distinguidos”. Aquellos momentos históricos –no tan lejanos– en los que instancias no directamente mercantiles intervenían en la construcción del “qué leer”, vía sistema educativo, instrumentos de distinción de élites o, incluso, intervención política, creaban sus propias demandas de cultura, parecen haberse desvanecido. En consecuencia, creo que a lo que estamos asistiendo en el campo editorial es a una creciente uniformidad en esa creación de necesidades que atañen a la lectura que, a su vez, da lugar a la concentración de las ventas en un número cada vez más reducido de novedades que, por añadidura, y dado el dominio imperialista made in usa sobre las subjetividades colectivas, provoca que esa uniformidad tenga cada vez más un claro acento anglo e imperial gustosamente compartido por los colonizados.

Constantino Bértolo


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