Me regalaron aquellos zapatos rojos en mi octavo cumpleaños: fue verlos y comprendí inmediatamente cuánto me querían mis padres, qué prometedor futuro me aguardaba, qué feliz iba a ser. Allí mismo, entre medias-noches y fantas, empecé a bailar poseída por una cierta magia, de la que no sospeché nada perverso. Terminó la fiesta y salimos entre risas y trompicones, para cuando llegamos a la calle, ya tenía unos quince años preciosos. Causé sensación; los tacones daban a mis pantorrillas un ligero torneado, hacían parecer mis piernas estilizadas y tersas, todo lo cual bien valía esa molestias que empecé a notar en los talones. Un chico muy guapo me invitó a bailar en un concierto, de modo que apenas me sentí triste o sola y todos estuvieron de acuerdo en que qué bien bailaba. También el secretario de la universidad que extendió un resguardo certificando mis años de dedicación al saber y el conocimiento, había oído hablar de mi brillante ejecución en los pasos de baile, de mi buen gusto en la interpretación de las piezas; seguí bailando. No se hicieron esperar los “ooohhh” y los “aaahhh” de admiración y asombro de la jefa de ventas y su cohorte que, como se preveía, me contrataron inmediatamente, dando así la bienvenida a mi futuro radiante, cristalino, trepidante. Mis hijos y mi marido, como era de esperar, adoraban mis piruetas y giros, cada vez más sofisticados después de años de práctica y cansancio. Afortunadamente en una de esas elaboradas piruetas tropecé y caí, accidentalmente los zapatos salieron disparados, al levantarme es verdad que tenía los pies llenos de heridas y cicatrices, pero unos muslos firmes y fuertes, y la edad perfecta para poder andar descalza.
Pilar MIRALLES
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